Los discípulos fueron enviados a predicar el Evangelio del Reino. “Así que partieron y fueron por todas partes de pueblo en pueblo, predicando las buenas noticias y sanando a la gente”. Lc. 9:6 NVI. A su regreso le comentaron al Maestro lo que habían dicho y hecho. Estaban emocionados porque habían efectuado milagros con sus propias manos y palabras. Luego, Jesús les dijo que la verdadera celebración debía ser que sus nombres estuvieran escritos en el cielo.
“Sin embargo, no se alegren de que puedan someter a los espíritus, sino alégrense de que sus nombres están escritos en el cielo”. Lc. 10:20 NVI.
Luego de tener esa experiencia de ministrar con éxito, algunas cosas extrañas salieron a luz. La primera es que comenzaron a discutir por ver quién de ellos era el más importante. Seguro comenzaron a pensar de esta manera a causa de los milagros que sucedieron por medio de ellos. Entonces Jesús les señaló a un niño y les enseñó cómo es la verdadera grandeza en el Reino.
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Dios está muy comprometido en enseñarnos a “ver”. Para hacer esto posible nos dio al Espíritu Santo como tutor. El plan de estudios que utiliza es bastante variado. La única clase a la que todos calificamos es el mayor de todos los privilegios cristianos: la adoración. Aprender a ver no es el propósito de nuestra adoración, pero es un subproducto.
“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”. Juan 4:23-24.
Aquellos que adoran en Espíritu y en verdad, aprenden a seguir la dirección del Espíritu.
Su reino se llama el reino de Dios, y su trono se establece sobre las alabanzas de su pueblo.
“Pero tú eres santo, Tú que habitas entre las alabanzas de Israel”. Sal. 22:3
Ese el centro de ese Reino. Es en el ambiente de adoración donde aprendemos cosas que van mucho más allá de lo que nuestro intelecto puede captar, lo dice la Escritura en Efesios:
“Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros” Ef. 3:20
La mayor de estas lecciones es el valor de Su Presencia.
Los discípulos de Jesús vivieron asombrados por Aquél que los llamó a dejarlo todo y seguirlo. La elección que tuvieron que hacer fue una elección fácil. Cuando Él habló, algo cobró vida en ellos, algo que nunca supieron que existía en su interior. Había algo en SU voz por lo que valía la pena vivir.
Cada día con Jesús estaba lleno de cosas que no se podían entender; aparecía un endemoniado cayendo a los pies de Jesús en adoración, o los líderes religiosos dominantes se quedaron en silencio en Su presencia; todo fue abrumador. Las vidas de sus discípulos habían adquirido un significado y un propósito que hacía que todo lo demás fuera, decepcionante. Es seguro que cada uno de ellos tenía sus problemas personales, pero Dios los había cautivado de tal manera, que ahora nada más importaba.
Sería muy difícil para nosotros comprender el impulso del estilo de vida que ellos experimentaron. Cada palabra, cada acción parecía tener un significado eterno. Se les debe haber ocurrido que servir en la corte de este Rey sería mucho mejor que vivir en sus propios lugares. Ellos estaban experimentando de primera mano lo que sentía David cuando vivía con la presencia de Dios como su prioridad de vida.
Conforme nos volvemos más experimentados y conocedores de las cosas de Dios, hay cosas que vamos tomando con frecuencia como sobre-entendidas, una de ellas es por ejemplo la dependencia de Dios. Se vuelve demasiado fácil suponer que sabemos qué hacer en un momento dado, cuando de hecho, Dios está queriendo hacer algo nuevo.