Una de las principales tareas como pastor es enseñar a los creyentes a descubrir y utilizar su herencia como hijos de Dios. Para que aprendamos a usar las promesas ilimitadas que Dios nos ha dado para lograr una manifestación de su dominio en beneficio de la humanidad. 

Un enorme número de creyentes han dejado las riquezas del Cielo en el banco celestial, pensando que sólo las podemos obtener cuando muramos y vayamos allí. La creencia de que el Cielo es una realidad enteramente futura ha reducido demasiadas declaraciones de Dios en las Escrituras sobre la identidad y el llamado del creyente a verdades que se reconocen pero nunca se experimentan. Esta es la hora en que necesitamos que eso cambie.

Para entender nuestra herencia, primero hay que descubrir el propósito de nuestra salvación. Muchos creyentes permanecen inmaduros porque nunca van más allá de la revelación de que son pecadores salvados por gracia. Los creyentes que maduran son los que entienden que el propósito más elevado de Dios para la cruz no fue simplemente perdonarnos el pecado. Fue para que, al perdonarnos sobre la base de la sangre de Cristo, pudiera invitarnos  a una relación familiar con nuestro Padre Celestial

Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios. Jn. 1:12

Esta posición de relación con Dios como sus hijos e hijas es precisamente lo que nos da acceso a tener una herencia. 

Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados. Ro. 8:14-17

El hecho de que seamos herederos de Dios es algo asombroso. Profetizan nuestro potencial, un potencial que debemos perseguir a lo largo de toda nuestra vida. Cuando Dios nos invita a entrar en una relación con Él, nos está invitando a un proceso de transformación. Esta transformación se puede medir en nuestras vidas porque en Jesucristo tenemos un modelo de lo que nos estamos convirtiendo como hijos de Dios. 

Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Ro. 8:29

Tenemos derecho a llegar a ser como Cristo, nuestro Hermano Mayor. Estamos destinados a ser restaurados plenamente a la semejanza de Dios, según el cual fuimos creados. Por medio de la salvación también somos restaurados a nuestro propósito original, el propósito que fluye naturalmente de nuestra identidad y relación restauradas con Dios.

Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.  Ef. 2:10 

Las obras no nos pueden salvar, pero sin el fruto de las buenas obras en nuestra vida, carecemos de la evidencia que nos identifica como nuevas creaciones en Cristo. Así como la naturaleza de Dios se revela en lo que Él hace, la evidencia de que estamos siendo transformados a Su semejanza es que revelamos Su naturaleza en lo que hacemos. 

¿Cuáles son esas buenas obras?

Es muy fácil reducir las enseñanzas de Jesús a lo que es humanamente posible. Él utilizó específicamente el término "buenas obras" para describir los milagros, señales y maravillas que realizó.

Jesús nos dio el ejemplo de estas obras. Él, NO diseñó un nuevo audífono NI entrenó a un perro guía. Sanó a los sordos y a los ciegos. Estas buenas obras no sólo revelan que Jesús es el Cristo; también revelan la naturaleza específica de su relación con su Padre. 

Felipe le dijo: Señor, muéstranos el Padre, y nos basta. Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre? ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras. Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras. De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aún mayores hará, porque yo voy al Padre. Jn. 14:8-12

Quienes creen en Él manifestarán señales y prodigios. Pero más aún, Su declaración implica que quienes creen en Él andarán en la misma clase de relación con el Padre y poseerán la misma unción del Espíritu que Él tuvo. Estamos llamados a ministrar como Jesús ministró porque, a través de Su muerte y resurrección, tenemos acceso a todo lo que Él tenía disponible para hacer buenas obras. Él profetizó esto a Sus discípulos y a nosotros cuando dijo:  

Como me envió el Padre, así también yo os envío  Jn. 20:21.

Pr. Rafael Vargas

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