Cuando Dios nos revela algo nuevo, lo pone en el contexto de lo que ya hemos aprendido. Una verdad anterior a menudo mantiene la nueva verdad en su lugar. Por ejemplo, cuando Jesús les dijo a sus discípulos que ya no los llamaba siervos, sino amigos, ese era un concepto completamente nuevo.
“Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer”. Jn. 15:15
Habían visto a Jesús modelar el papel del servicio. Lo habían visto como el máximo ejemplo de un Hijo. Pero ahora estaban siendo introducidos al concepto de amistad con Dios. Esto realmente era completamente nuevo.
Es útil reconocer lo que los discípulos habían aprendido hasta este punto. Habían aprendido que debían dar su vida para seguir a Jesús. También habían aprendido lo que significaba ser siervo; Él se había ceñido con una toalla para lavarles los pies.
Después de que el pecado entró en escena, el Señor puso en marcha el plan de redención. Un hombre tendría que convertirse en un sacrificio perfecto. Jesús, vino como Hombre, para tomar nuestro lugar en la muerte.
El objetivo del Señor no era sólo que las personas nacieran de nuevo, por más glorioso y necesario que eso sea. Ese fue sin lugar a duda el objetivo inmediato, pero nuestra conversión también lo es. El objetivo de Dios para cada persona viva es llenarse de la plenitud de Dios. Para que califiquemos para el objetivo final de Dios, primero debemos nacer de nuevo.
“para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios”. Ef. 3:17-19.